Deambulo mudo aplastando vagamente
las verdades que nos quedaron por amar.
Esta casa tan fría y tan vacía sin mí
ya no puede cobijar el alma que abandono
agónico como un limón viejo al que
ruego un poco más de su dolor amarillo
—hiere el acero tan débil carne—.
El tiempo nos vomita las veces en que
la vida nos regalaba un puente
para que las manos pudieran conocerse
y los ojos tuvieran ansias de asfixiar
la huida, el deseo y la noche.
Pero en mis labios se ha dormido
la hilandera del beso y sólo la luna
es capaz de obedecer a tanto remiendo,
a tanta herida, a tanto ruego, a tantas
palabras redimidas por el desvelo.
Yo siento en mi esqueleto la guadaña
del olvido y lloro cada espacio de ti
despidiéndome de todos los espejos
que vivieron el miedo de reflejarnos.
Existo detrás de esta ocarina que gime
y grita lo que mis dedos imponen
ante la cruel resignación de tu voz
que como un plomo de agua
ha inundado mi aliento de tierra.