martes, 17 de junio de 2008

Galletas


Ella había abierto su paquete enorme de galletas. Nunca una galleta me había parecido tan deliciosa. Ella sentía cómo chorreaban sus párpados de placer, cómo su lengua pedía a gritos una estúpida zurrapa de aquella galleta. Tan redonda como unos senos desparramados en mitad de un colchón. Aquella galleta se me antojaba despacio. Yo quise su galleta. Sentí de pronto la necesidad de comprarme un paquete entero de galletas y devorarlas sin ánimo de antojo, sólo por la pura necesidad de comérmelas todas a la vez. Ella me miraría y también sentiría deseos por mis galletas. Recordaría pasajes inciertos de series de televisión en donde comen galletas pero no tendría más remedio que acabar con ellas, no dejar ni el aroma por la casa, hacer desaparecer de un golpe hasta su existencia misma en mis pensamientos.

Un golpe de mierda me ha sacudido. Y ahora la mierda es chocolate y galleta; sólo es una galleta de mierda. He pensado que lo mejor es escribirme tus fracasos en la punta de mis caderas y reventarte la boca a puñados de chocolate. Este olor me marea. Tus piernas, cual columnas de rocalla, se aflojan como un muelle que no soporta el moho que lo asedia. Y terminas en el suelo con todo el chocolate desvirgando lozas y zaguanes. Y quiero que siga oliendo a mierda para que tú sigas tirada en el suelo, con las patas colgando; con tu nombre ridículo que suena algo así como a orines. Y el paquete de galletas sin abrir. Ya no es preciso.