viernes, 29 de abril de 2016

El rastro de la espiga

Es una tarde de palomos atolondrados
que defecan sin ser vistos sobre galangas
malheridas a la luz del sur.
Entre tu mano y mis ojos
la distancia se arrastra caliente
hasta encontrar el invierno
en el que guardas la sed y te la tragas.
Este estado cíclico –me digo- debe
ser el cáliz que venza la costumbre
a la que aterimos la vaguedad,
la simpleza y el destierro de amarnos
como niños que descubren el sexo
a escondidas de sí mismos,
abaratando el placer y la tortura
con que sueñan en años de fracasos.
Sobre la red de la naranja
reposa el pico de una abubilla
lenta y avellanada como tu desengaño,
ése que agrupa las sienes y las cabalga
borrando el rastro de la espiga.
Pero entonces, desprovisto de ti,
¿quién vendrá a tasarme las heridas?
¿Quién dirá a mis enemigos cuántas
hormigas caben en el ojo de mi pecho?
¿Qué querubes no desearán mis labios?
Todo huele a olvido:
derramada sangre,
cofrecito de pluma,
ventalle hueco,
hueso y escombro.
Por la alcantarilla de mi garganta
el polvo hiere a la primavera.